Leyes Universales - 2ª Parte

Todas las leyes descubiertas por la ciencia, nada más son, que efectos mínimos terrenalmente perceptibles, de leyes universales mucho más amplias, o leyes de la Creación, que traspasan todo, fluyen entre todo y mantienen todo lo que existe, incluso el plan material de la Creación, y, de esta forma, también a nuestro pequeño planeta.

La “ley de la acción y la reacción”, según la cual, un cuerpo siempre reacciona con fuerza igual y en sentido contrario a la aplicada sobre él, es un efecto material, a escala mínima, de una ley universal básica.

Esta ley, denominada más acertadamente de “ley de la reciprocidad”, hace volver a cada criatura lo que ella misma produjo, sea por medio de pensamientos, palabras o acciones. Devuelve a cada uno lo que fue generado, poco importando si fueron cosas buenas o malas. Lo que la física conoce, es el efecto físico, en la materia grosera visible a nuestros ojos, de una ley cuyo enunciado básico ya fuera dado por Jesús a la humanidad, hace dos mil años con las palabras “lo que el ser humano siembre, eso recogerá”. La ley de la reciprocidad, hace de cada ser humano juez de si mismo; pone en sus manos el telar con el que tejerá el tapete de su destino.

La ley de la gravedad, descubierta por Newton y disecada por la física relativista, constituyéndose hasta ahora en el último obstáculo a la elaboración de una “teoría del campo unificado”, es igualmente el efecto visible de una ley universal.

La ley de la gravedad atraviesa toda la Creación, y no tan sólo los cuerpos siderales materiales. Esta ley hace que cada espíritu humano ascienda o descienda a las regiones a las cuales pertenece, según su constitución anímica.

Almas “pesadas”, cargadas de vicios y malas tendencias, se hunden luego de la muerte terrena, en regiones igualmente densas, lúgubres, emparejadas con su constitución. Almas limpias purificadas, plenas de verdadero amor al prójimo y alegría de vivir, ascienden automáticamente a regiones luminosas. Ambos son efectos justos e ineludibles de la ley de la gravedad espiritual, que junto a las otras leyes universales, mantienen funcionando perfectamente el inmenso engranaje de la Creación, ajustado hasta en sus minucias desde el inicio de los tiempos.

En la escuela aprendemos que un cuerpo, sólo puede conservar su movimiento si suplanta a las fuerzas que se le anteponen. En la Tierra, el atrito y la gravedad actúan frenando el movimiento de los cuerpos, de manera que es preciso siempre gastar determinada cantidad de energía para mantener cualquier movimiento . Los autos, aviones y cohetes queman combustible para mantenerse en movimiento; los pájaros tienen que mover las alas para permanecer en el aire, y los peces, sus barbatanas para no hundirse. Cualquier cuerpo precisa de una provisión continuada de fuerzas para conservar su movimiento inicial. En otras palabras, tiene que seguir moviéndose continuamente, si no desea parar

Y parar significa parar, retroceder y deteriorarse . Si un cantor no ejercita su voz, esta pronto pierde el timbre y la vivacidad; si dejamos de hablar o de escribir un idioma extranjero que hayamos aprendido, pronto nos olvidaremos de sus principios básicos y tendremos dificultades crecientes de comunicarnos en ella; si un brazo es enyesado durante mucho tiempo, se atrofia y pierde el movimiento; si el agua de la lluvia se acumula en un pozo, se pudrirá en poco tiempo.

Todo eso, son también efectos terrenalmente visibles de otra ley universal, la ley del movimiento. Esta ley de la Creación, establece que la conservación y el desarrollo sólo son posibles por medio de un movimiento continuado. Así como las otras leyes de la Creación, también ésta, atraviesa todos los planos y fluye por todas las criaturas. Por eso, el propio espíritu humano está sujeto a ella, independiente de vivir aquí en la Tierra, o en alguna parte del así llamado “más allá”.

Por ello, si desea mantenerse sano, si pretende incluso continuar existiendo, el espíritu humano tiene que moverse continuamente. Debe perfeccionarse constantemente en el sentido del bien. Tiene que hacer prevalecer su voluntad sobre los obstáculos que a ella se anteponen, como la indolencia, las falsas directrices impuestas por el raciocinio, la creencia ciega. Si no se anima a suplantar esos obstáculos, también él, el espíritu humano, quedará estacionado en su desarrollo, cuya consecuencia inicial es la atrofia de sus capacidades y por fin, su propia y automática desintegración.

El ser humano puede contribuir con una parte, no pequeña, al perfecto funcionamiento del mecanismo universal. Pero, si prefiere actuar de modo nocivo, lo mínimo que podrá sucederle, será salir muy herido por las ruedas del engranaje. Y, si a pesar de eso, insiste en desregular el engranaje, será simplemente lanzado hacia afuera, como un grano de arena que estorba.

También las actuales ideas de tiempos mutantes, que pueden ser estirados o encogidos, son intentos de comprender la variación del concepto de espacio y tiempo, este sí, mutable.

No es el tiempo el que cambia, y sí la percepción que tenemos de él. Cuanto más elevado es un espíritu humano, tanto más vivenciará y asimilará en un determinado espacio de tiempo, aún aquí en la Tierra. Por esa razón, el tiempo parece “estirarse” para permitir el aprovechamiento de todas las impresiones.

En otros planos de la Creación, los conceptos de espacio y tiempo son también completamente diferentes, permitiendo que un ser humano en esas regiones, viva más de lo que sería posible aquí en la Tierra. Allí, no actúa más el intelecto preso a la materia, y sí la intuición espiritual, que proporciona una vivencia mucho más intensa de todo. Y esto va in creciendo hasta el plano espiritual de la Creación, denominado Paraíso, el destino final de los espíritus humanos que se desarrollaron de modo correcto. Allí, un ser humano vive en el espacio de un día, tanto como en mil años terrenos. Y este es también el sentido de la expresión bíblica “mil años son como un día”.

En los pequeños hechos, materialmente detectables y perceptibles, la humanidad podría, si tan siquiera lo deseara, reconocer la actuación de leyes amplias, que ya actuaban imperturbablemente en el Universo, mucho antes de que los primeros seres humanos surgieran en la Tierra.

Roberto C. P. Junior