La Verdad: Qué es y Dónde está - Parte 2

En la primera parte de este ensayo, dije que el concepto sobre la verdad que más se aproxima de la realidad, es el que afirma que el ser humano puede obtener el conocimiento de la verdad, hasta cierto grado, el reconocimiento de cómo son realmente las cosas en la Creación, y que para tanto son necesarios determinados requisitos propios, determinadas condiciones. Esas condiciones, sin embargo, nada tienen que ver con lo exterior, como cultura, nivel económico, vínculo a alguna religión o secta, etc, sólo dicen respecto a la esencia del ser humano, a su verdadero estado de alma, que en la mayor parte de los casos, es muy diferente de la idea que él mismo tiene de sí.

Para analizar esta concepción sobre la verdad, considerada la más correcta, vamos a establecer como premisa única, que todo el Universo está regido por leyes muy bien determinadas. Y reconocer eso no es difícil, pues basta contemplar con imparcialidad a la propia naturaleza circundante. En todo se observa la acción de leyes inflexibles, perfectas, que no fallan nunca, que no presentan excepciones. Son de tal modo perfectas que tienen, necesariamente, que ser amplias, esto es, traspasar toda la Creación, por lo tanto, todo lo que esté incluso, por sobre el plano material visible para nosotros. Y si se extienden a todo lo que existe, deben originarse en un punto común.

Quien no esté aún, totalmente obliterado por el raciocinio, no encontrará ninguna dificultad en concebir un Ser supremo, un Creador, como punto de origen de esas leyes. Los que no puedan alcanzar tal estado de madurez, que les dé esa convicción impasible, ya se excluyen a sí mismos de reconocimientos más elevados. Ellos mismos se cierran los portales del saber. Y en las más de las veces, los cierran como es notorio, con gran estruendo, para que todos perciban cómo son absolutos y superiores en sus ideas, para que todos escuchen claramente con qué firmeza están decididos a hundirse en la estupidez y a medrar en la mediocridad.

De esta forma, ya en la etapa inicial del reconocimiento, queda atrás, automáticamente, toda una legión de filósofos materialistas con sus séquitos deslumbrados, hipnotizados por la ilusión de saber de las ciencias. Son allá, en su mundito, absolutos y superiores, ya que allí pueden ver, oler y palpar, y considerarlo como el único existente. Que para ellos, de hecho, lo es, ya que no pasan de espíritus atrofiados, indisolublemente apegados a la materia. Dejémoslos allá abajo, disfrutando placenteramente de su “saber”, en simposios y seminarios, conmoviendo a sus selectas plateas con un escambo sin fin de teorías e hipótesis. Prosigamos.

Jamás estuvo previsto que, el desarrollo del ser humano aquí en la Tierra, tendría que procesarse en lo oscuro, al tanteo, sin una comprensión clara de su origen y misión en la Creación. Muy por el contrario. Desde el nacimiento del primer ser humano en la Tierra, ya estaba determinado que tendrían informaciones crecientes sobre el sentido de la vida y de su papel en el engranaje universal. Pero eso, siempre y cuando alcanzara por sí mismo, un determinado grado de madurez. Nunca antes, pues el suelo precisa estar adecuadamente preparado para la siembra, de lo contrario, nada crece. Ese es un efecto suficientemente conocido también aquí, en la materia visible.

Esa contingencia espiritual de que el ser humano tenga que esforzarse para madurar remonta pues, a los principios de la humanidad, y desde entonces no cambió de ninguna manera. Permaneció siempre la misma, porque es parte integrante de una ley de la Creación. Y una ley de la Creación es, por definición, inmutable, pues lo que es perfecto no puede evidentemente, estar sujeto a mejorías. Es una contingencia ineludible que el ser humano tenga que madurar por sí mismo, a través de las vivencias que encuentra en sus peregrinaciones por la materialidad, caso quiera ascender. Alcanzando un cierto grado de madurez, se le torna entonces posible acoger reconocimientos algo más elevados, que levantan un poco más el velo de la acción del mecanismo de la Creación.

A cada tanto tiempo, durante millares de años, llegaron a la Tierra nuevas revelaciones de la verdad, siempre consonantes a la respectiva madurez alcanzada por los pueblos.

La verdad fue siendo así, develada paulatinamente, exactamente como fuera previsto. Lo que, sin embargo, nunca fue previsto, era que el mismo ser humano, a partir de un determinado punto, interrumpiera bruscamente su desarrollo espiritual. Inesperadamente, empezó a dar valor apenas a la materia perecible, olvidándose poco a poco de que era, por esencia, un ser de espíritu. Y para acallar la voz acusadora de su intuición, que en aquella época lejana todavía se hacía oír, nítidamente, creó para sí mismo la mentira, que hasta entonces no existía en ninguna parte de la Tierra. Cerró su alma para la verdad, que brillaba sobre él, oscureciéndola con ridículos adornos moldeados por su intelecto, el cual ya se encontraba excesivamente desarrollado, y que debido a su propia constitución material, sólo podía divisar valores únicamente en cosas materiales, las únicas comprensibles para él.

A partir de entonces, las revelaciones de lo Alto pasaron a llegar entrelazadas con advertencias y exhortaciones, para que aquellas criaturas se modificaran todavía a tiempo, y pudieran retomar el camino del reconocimiento de la verdad, con la concomitante – y consecuente – evolución de sus espíritus. En caso contrario, las simientes espirituales humanas, que hasta entonces se desarrollaban maravillosamente en el gran campo de cultivo de la materia, acabarían por perderse, por inútiles y nocivas. Exactamente como se da también en un labradío, cuando semillas estragadas no consiguen germinar o dan origen a plantas débiles e improductivas. Son de esa época los varios textos de profetas antiguos, invariablemente repletos de severas advertencias y amonestaciones.

Las doctrinas traídas por espíritus preparados, en épocas para eso bien determinadas, eran, en todos los sentidos puras y verdaderas, no obstante las diferencias de forma entre ellas, relativas a las características de los pueblos a las que eran destinadas. Pero, después que la humanidad como un todo, se desvió del camino ascendente, sucedió algo insólito: pasado cierto tiempo de la muerte del respectivo preceptor, los responsables por la doctrina, empezaban a mezclar cosas extrañas a ella, de modo que esta acabó transformándose en algo muy diferente, y hasta contrario a las enseñanzas originales. Los sucesores envolvían la verdad de las doctrinas, originariamente puras, con sus mentiras inventadas, conciente o inconscientemente. Eso sucedía siempre, como una infeliz consecuencia natural del avance creciente de la mentira por toda la Tierra, en todos los campos de la vida humana. Hasta con las enseñanzas traídas por Jesús, el Hijo de Dios, fue de igual manera.

La mejor prueba de que las actuales religiones no corresponden a las doctrinas originales, es la hostilidad mutua entre ellas, velada o no. Nunca podría suceder que, doctrinas provenientes de la verdad, pudieran fomentar la discordia entre los pueblos. Si las llamadas religiones, hubieran permanecido puras, podrían incluso hoy, tener formas diferentes, pero serían complementarias, convergentes, pues las enseñanzas originales provienen de la misma fuente. Jamás podrían ser incompatibles entre sí, y mucho menos, antagónicas.

El nivel de conocimiento de la verdad, que la humanidad llegó a poseer en un pasado remoto, se perdió en la noche de los tiempos. Una noche terriblemente larga, de espesa negrura, creada por la mentira, que mantuvo, durante milenios, a esta Tierra inmersa en sombras y cuidó para que el Sol de la verdad no brillara más sobre ella.

Ahora, en esta época crucial de la historia humana, la más crucial que haya existido, cuando todas las estructuras generadas y nutridas por el, hasta entonces, omnipotente raciocinio, se están derrumbando indiscutiblemente, por todas partes, ruidosamente, cuando cada uno tiene que decidir sobre su propia subsistencia como espíritu humano, la verdad está nuevamente en la Tierra. Llegó aquí adaptada a la época actual, a los seres humanos actuales. Los requisitos para encontrarla, sin embargo, no cambiaron, permanecen exactamente los mismos de otrora como no podría dejar de ser. Como siempre, es preciso una determinada madurez de espíritu, que sólo puede ser obtenida por un esfuerzo propio de ascensión, exclusivamente personal. Solamente eso transforma en legítimo, el anhelo espiritual, vivo, no la mera curiosidad mental.

Quien posee ese anhelo legítimo, ardiente, y trae en sí la humildad de forma pura, alcanzó también las condiciones necesarias para encontrar y reconocer la verdad en esta nuestra época. Este tendrá efectivamente que encontrarla. Los otros no. Pasarán por ella sin verla ni reconocerla, pues no están aptos para eso, aunque su raciocinio los convenza de lo contrario. La verdad integral está en la Tierra. Cabe al espíritu humano la tarea de encontrarla y reconocerla, libre de ideas preconcebidas e de sofismas.

Conocer realmente la verdad significa vivirla, vivenciarla, vivir dentro de ella y en ella. Es tener todas las dudas existenciales subsanadas. Es esforzarse continuamente en ascender espiritualmente. Saber la verdad significa conocer la Creación hasta el origen del ser humano. Conocer la Creación, es el fundamento para reconocer el camino que se va abriendo a medida que se progresa en la escalada espiritual.

Esa posibilidad está al alcance de todo el que todavía traiga dentro suyo una chispa de verdad. No es la erudición, no es el ocultismo, ni el misticismo, no es la creencia ciega las que conducen a la verdad. El camino hacia ella, sólo puede ser abierto por la condición interior del individuo, formada por su propia voluntad pura. Por nada más.

La verdad proviene del Creador. Ella nutre y fortalece el espíritu humano, y es para él, la escalinata de ascenso espiritual. En cambio, su antónimo, la mentira, es una exclusiva invención de la criatura humana degenerada. Corroe el alma, absorbe las últimas fuerzas del espíritu y es para éste, el pozo que lo conduce con la máxima seguridad, a las profundidades de la perdición espiritual.

El ser humano tiene elección. Todavía.

Roberto C. P. Junior