Mensaje de Pascua

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“Diga entonces, ¿qué surgió primero: el huevo o la gallina?”

Juego de niños esperando una respuesta adulta. Más desconcertante que esa pregunta son las respuestas que suscita, o mejor, su ausencia, invariablemente sustituida por algunas sonrisas parvas, por un silencio sonriente tan conocido, que no es otra cosa, sino un escudo para la ignorancia inconfesable y un sedativo para el desconfort indisfrazable.

Una pregunta, tan simple y directa, tan limpia y clara, comúnmente lanzada al aire con notoria perversidad por niños y jóvenes, es capaz de dejar en dificultades a no pocos investigadores y eruditos de cualquier área, imposibilitados de encontrar en los análisis del raciocinio una respuesta de igual claridad y simplicidad. Las capacidades del intelecto, tan decantadas en los círculos académicos que frecuentan, no bastan para ofrecer una respuesta convincente.

Reconozcamos que cuando encuentran un pequeño resquicio de humildad dentro suyo, o cuando adquieren el reconocimiento, forzado, de la propia incapacidad, algunos de esos investigadores y científicos se dignan a rotular genéricamente, de enigma o misterio, todo para lo que no encuentran respuesta, aquellos fenómenos que tienen origen por encima del espacio y tiempo terrenos, tan familiares para ellos, por lo tanto, por sobre su propia capacidad de comprensión.

Sin embargo, cuando hasta esa comedida humildad falta, o sea, en la mayoría de los casos, ellos colocan en su lugar, el increíble coraje de defender las hipótesis más disparatadas, absurdas teorías y teoremas de una puerilidad vergonzosa, de una atroz ridiculez, en completa disonancia con las Leyes inflexibles que rigen a la Creación. Este es el caso, por ejemplo, de las suposiciones, tan en voga, a respecto del origen de la vida, que, preteñidamente, serían capaces de contestar a todas las dudas sobre el tema, ahí incluida, la charada de la sucesión continua huevo-gallina.

Tan sólo criaturas enteramente sumisas al intelecto, pueden considerar verosímil, y, hasta defender la idea de que la vida en nuestro planeta surgió de una fortuita reproducción automática, autónoma, de algunas moléculas básicas. Unos aglomerados de átomos admirables, con voluntad propia, que no teniendo nada mejor que hacer, em medio al tedio de la sopa primordial, por ellos mismos formada, y servida por el azar hace por lo menos 4 billones de años, consideraron que era oportuno empezar a hacer copias de sí mismos y… ¡bingo! ¡Inventaron la vida! Francamente, sería mejor para todos que las sumidades (premios Nobel incluso) que abogan esa… digamos, “insensatez”, hubieran permanecido en el primer grupo, donde sus colegas investigadores se contentan en clasificar de misterio y enigma, a todo lo que yace más allá de su comprensión. Es, de todas maneras, una posición igualmente corta, pero mucho más honesta e infinitamente menos grotesca.

Enigmas en la Creación no existen, tampoco misterios. Esas clasificaciones fueron creadas por el cerebro humano como engaño, como una especie de auto aturdimiento, después que su dueño, el ser humano terreno, se desvencijó de todo el verdadero saber que llegara a poseer otrora – en una época en que su desarrollo todavía se procesaba normalmente - y se volvió exclusivamente hacia la materia, dejando atrofiar dentro suyo, las facultades de su espíritu. Un crimen abominable, y todavía practicado con una especie de orgullo colectivo, el cual crecía en la misma proporción en que aumentaba el grado de miopía espiritual de la humanidad, hasta llegar ambos, a la arrogancia y a la más completa ceguera, que pasaron a la historia fundidas, con el nombre de materialismo.

La vida es una dádiva del Amor del Creador, presente en toda Su gigantesca Obra, y así también en este plano material. Cada esporo, cada huevo o óvulo fecundados – los zigotos de seres humanos y animales – encierran en sí la promesa de la continuidad del grandioso espectáculo de la vida, ofreciendo continuamente nuevos actores a este escenario terreno, donde todos entran prontos a desempeñar los más variados papeles en nuevos actos descortinados por los efectos de Leyes universales, aprendiendo con ellos en la gran trama del desarrollo progresivo. Una eterna renovación periódica de vida, en un permanente dar y recibir, direccionada exclusivamente, para el perfeccionamiento de la propia vida.

La Pascua, que no por casualidad tiene también como símbolo al huevo (simbología seguramente no reconocida como tal por el marketing del chocolate), era de inicio una fiesta para conmemorar la llegada de la primavera, que indiscutiblemente trae también la renovación de la vida a cada año, regularmente, en nuevas y virginales formas. Por eso, Pascua tiene el significado de renovación, renacimiento, resurrección.

Resurrección que se verifica, incluso, en cada nacimiento terreno. Una resurrección en la carne – en virtud de la nueva vida terrena que se inicia, y no una resurrección de la carne, pues el alma, el invólucro más fino del espíritu es siempre el mismo. Lo que cambia en cada encarnación, es apenas la vestidura exterior, denominada cuerpo humano terreno, un proceso que se repite varias veces, pero que no es infinito, visto que para todo hay un tiempo determinado, y así también para el desarrollo previsto del espíritu humano.

Pero el cuerpo humano es formado de materia, y por ese motivo, tiene que permanecer siempre en el ámbito material del cual se originó, nunca pudiendo llegar a otros planos de la Creación situados sobre él, que son de especie y constitución completamente diferentes. Una decurrencia absolutamente natural y lógica de Lyes eternas, inmutables, perfectas. En el así llamado, “más allá”, en el mundo de materia fina, sólo pueden estar almas humanas, cuja constitución sea idéntica a la del respectivo plano. Y, en el plano más alto a que un ser humano puede llegar, en el plano llamado Paraíso, sólo pueden estar espíritus humanos exclusivamente, sin involucro de otras especies. Jamás un cuerpo material podrá ascender al plano espiritual de la Creación, o aún, a regiones encima de él. Esto las perfectas Leyes de la propia Creación, no lo permiten.

Lo que nosotros, seres humanos terrenos, tenemos que cuidar, y que constituye nuestro deber máximo, en esta época de transición tan incisiva, es de promover la resurrección de nuestro propio espíritu, haciéndolo renacer de la indolencia mortal en que está sumergido, redespertando y fortaleciendo sus capacitaciones adormecidas. Cada uno de nosotros tiene, pues, que promover su propia Pascua espiritual, ¡y con la máxima urgencia! Tan sólo así podremos subsistir a los rigores de este final de invierno de la existencia humana, y llegar redividos, a la primavera de la prometida Era de Paz que se anuncia, para festejar con júbilo la gran Pascua otorgada por el Amor del Todopoderoso.

Se trata de un esfuerzo que cada quien tiene que realizar, totalmente solo. El mismo debe vencer todos los obstáculos internos y externos, sin importarle el escarnio y las burlas de los que consideran la materia como la última realidad. Realidad que para ellos es, de hecho, la última, ya que se excluyen por sí mismos de reconocimientos más elevados al confiar integralmente apenas en su propio raciocinio, el cual no los puede asimilar absolutamente, porque le son totalmente extraños. Y como no puede asimilarlos, comprenderlos, este raciocinio los condena como imposibles… Apenas la intuición, la voz del espíritu, puede reconocer inmediatamente una verdad cuando se enfrenta a ella, sin necesidad para tal, de pruebas y contrapruebas materialmente visibles y palpables.

A pesar de saber que las mismas sonrisas parvas mencionados al inicio de este artículo estarán de vuelta ahora inevitablemente, quiero decir simplemente que fueron huevos los que surgieron primero en nuestro planeta, hace muchos millones de años. En los primordios, cuando la Tierra todavía era un inmenso campo de cultivo, preparada y fertilizada por los incansables siervos enteales del Creador, los seres de la Naturaleza, llegaron hasta aquí – en el tiempo determinado para eso – semillas primordiales de vida vegetal y animal. Las semillas de animales eran abrigadas en una especie de cápsulas, que podrían ser denominadas huevos primordiales.

La actual reproducción de las especies aquí, en la Tierra, que se presenta hoy bajo la forma de los óvulos y huevos que conocemos, son efecto directo da aquella primera siembra de vida en nuestro planeta, base para el advenimiento de las Pascuas futuras.

Roberto C. P. Junior