Vidas sin Trabajo y Trabajos sin Vida - Parte 1

“Comerás el pan con el sudor de tu rostro!” Parece claro hoy que esta oración nunca encerró ninguna maldición, sino una bendición como pocas. Más incluso, que dignificar al hombre, el trabajo es lo que le dá sentido a su existencia, es lo que lo hace una pieza útil en el engranaje de la Creación.

¡Una pieza útil! Así tiene que portarse el ser humano dentro del gran Telar de Dios. Como pieza útil y necesaria, sujeta a un proceso continuado de perfeccionamiento, lubricada por las vivencias que el trabajo condiciona. Una pieza, naturalmente pequeña y limitada cuando comparada al gigantesco conjunto del engranaje universal, pero que dispone del admirable recurso de poderse ajustar a lo largo de su vida útil, de corregir eventuales fallas de origen y de autocalibrarse, de modo a contribuir para el funcionamiento armonioso de todo el mecanismo. Eso, si así lo quisiera. De hecho, ajustarse adecuadamente a este mecanismo, solamente es posible, luego de conocerlo en detalles, en caso contrario, muy fácilmente se dejará desregular y hasta hacer trizas, por cualquier temblor más fuerte, y acabará por transformarse en una pieza que estorba en vez de ser útil, completamente perdida dentro de la inmensa maquinaria. Por lo tanto, cabe a la pieza humana proceder al necesario ajuste, continuo, para adecuarse al movimiento circundante. Y debe hacerlo mientras ejecuta su actividad, porque los engranajes que mantienen en movimiento todo en la Creación, jamás alteran su ritmo bajo ninguna circunstancia, mucho menos son apagados por cualquier motivo. Piezas defectuosas, que no quieren realmente, adaptarse, son simplemente arrojadas fuera, de modo automático.

No fuera por esa dádiva llamada trabajo, que siempre tuvo sobre sí, el encargo de mantener a la raza humana en permanente movimiento, aquí en la Tierra, en pro de su subsistencia corporal y de su perfeccionamiento espiritual, hace mucho que la raza se habría auto-extinguido, mucho antes del término del plazo concedido para su desarrollo. Se habría hundido íntegra en la indolencia mortal, hacia la que, siempre ha manifestado una indisfrazable tendencia. Si la vida pudiera ser realmente como a la mayor parte de las personas le gustaría que fuera, o sea, un “dolce far niente” perpetuo, sobrevendría pronto la estagnación y con ella la enfermedad y la muerte, pues nada puede surgir con el fin del movimiento. No es coincidencia ni casualidad, por ejemplo, tantas muertes aparentemente prematuras, poco tiempo después de la “conquista” tan anhelada de la jubilación, en el caso que estos jubilados realmente pasan a ejercer, integralmente, la profesión de administradores del ocio remunerado. Al desear “aprovechar” el resto de la vida para descansar, sin saberlo, la acortan de una vez.

Todo en la vida es movimiento. La propia vida lo es. Movimiento permanente, ininterrupto, en equilibrio continuo entre el dar y el recibir.(1) Dejar de moverse es dar, concientemente, el primero paso para el endurecimiento progresivo, estado inicial del proceso de muerte. Equivale a practicar un lento suicidio. Sin movimiento, sin trabajo por lo tanto, nadie puede vivir, si pretende disfrutar de una vida saludable y útil, de acuerdo a las Leyes de la Creación.

Pero, siendo el trabajo algo tan indispensable a la naturaleza humana, ¿cuál es la causa de que centenas de millones de personas, en todo el mundo, simplemente no encuentren ocupación? ¿Por qué el empleo, pacto de vida e incluso, de supervivencia, entre capital y trabajo, entre producción y consumo, está en franco declive, en casi todos los países? ¿Cuél es, pues, la causa real de esa tragedia global? ¿Qué es lo que se esconde detrás de los diagnósticos, y sobre los pronósticos de economistas y sociólogos, y que no es posible alcanzar con análisis intelectivas? ¿Qué es lo que provocó esta terrible enfermedad social, endémica, hace pocas décadas y ya endémicas en los días de hoy?

Vamos a partir de algunas premisas. Con un poco de atención (e imparcialidad) tendremos que reconocer que, en todas las situaciones de la vida en que surge un desequilibro, está siempre detrás, como agente causador, la mano del hombre. Siempre. En todas esas ocasiones, allá está ella, echando arena en los perfectos engranajes de la Creación. Así se trate de fenómenos de la naturaleza o de las relaciones humanas, donde hay algo perturbador, la causa es sólo una: la interferencia nefasta de la criatura humana, única a disponer de libre arbitrio – contingencia necesaria a su desarrollo espiritual – y que hace de ella también, la única responsable por toda la desgracia, por todos los males que asolan tanto su ambiente como a ella misma, porque utilizó esta dádiva de poder decidir siempre, en sentido diametralmente opuesto al preconizado por Quien la concibió y se lo concedió. Cada mal, cada tragedia, cada descalabro tiene siempre una causa más profunda, una falla anterior de origen espiritual que provocó la inevitable ruina, visible y perceptible terrenalmente.

Por eso, también sabemos ya de antemano, quién es el único culpable por la crisis de desempleo global y de la miseria siempre creciente. Solo no es tan fácil ver, qué es lo que el ser humano hizo de tan equivocado para que las cosas hayan llegado al punto en que están. No es tan fácil reconocer la falla espiritual que acarreó un tal desequilibrio entre el dar y el recibir, a punto de que tantos no dispongan siquiera de lo necesario a su propia subsistencia. Es difícil, porque en todo procuramos ver apenas causas exclusivamente terrenas, ya que sólo distinguimos actualmente los últimos efectos, materialmente visibles, de una falla espiritual. Las así llamadas causas económicas, sociológicas y hasta, antropológicas del desempleo no son, en realidad, las verdaderas causas, mas apenas efectos de una causa primera, mayor y más amplia, de cuño espiritual.

Último cimiento que sostiene la aún tenue paz social en que reposan naciones ricas y pobres, el nivel de empleo sumerge inexorable, en ese torbellino posmoderno y precatastrófico de la economía globalizada, hundiéndose titánicamente bajo el lastre de la excesiva oferta de mano de obra y de la búsqueda del lucro sobre todas las cosas. Gente demás y codicia demás, hacen agua por todas partes…

¡Lucro y lucro! ¡Y lucro! ¡Sobre todo! Nunca, en ningún tiempo de la historia, el Primero de los Diez Mandamientos fue tan criminalmente desobedecido, tan acintosamente menospreciado, tan alegremente escarnecido por una criatura, como lo ha sido por el ser humano contemporáneo. Y, nunca, tampoco, la humanidad toda ha experimentado con tamaño ímpetu, y tan concentradamente, las consecuencias nefastas de su desolador pasaje por la Tierra, frutos amargos que está obligada a consumir ahora, provenientes de su variada mala siembra, tan contraria a las disposiciones de su propio Creador. El descalabro económico que vivenciamos ahora, es apenas uno de esos frutos pútridos, apenas uno, que nos vemos forzados a deglutir en nuestra época, la época de la siega.(2)

El lucro como fin en sí mismo no genera prosperidad, no trae movimiento provechoso, por el contrario, provoca solamente estagnación por todas partes, al generar apenas más lucro todavía, en una ilusoria espiral de riqueza, en todo semejante a una Torre de Babel financiera, cuyo fin no será tampoco más radiante.

Tal esfuerzo convulsivo en la obtención de lucro, es no obstante, apenas una decurrencia absolutamente natural del dominio irrestricto del intelecto en la vida humana, en detrimento del espíritu. Como el intelecto es un producto del cerebro, que nada más es que un órgano del cuerpo material, sólo está apto para tratar de la materia y de las cosas relacionadas con ella, debido a su propia constitución. Jamás podrá, por lo tanto, servir como guía absoluto para el ser humano, que es constituido de espíritu propiamente, y que por eso mismo posee incumbencias mucho más elevadas, no puede desperdiciar su vida únicamente, en busca de valores terrenos, invariablemente perecibles y efímeros.

El ser humano tan lleno de sí y de su raciocinio descontrolado, se asemeja a un garboso caballero montado en un caballo bravo, que cree haber domado hace tiempo. El caballero está orgulloso de las cualidades y del porte de su caballo, absolutamente convencido de que este le está sometido, estando siempre pronto a acatar sus órdenes. Queriendo mostrar entonces de lo que el caballo es capaz, él lo acicatea con toda su fuerza, y lo deja galopar solo, con anteojeras y sin riendas, por el camino elegido por el propio animal. Sin embargo, aunque el camino esté repleto de peligros y lleve directamente a un abismo, el caballo no se detendrá por nada una vez empezada su loca carrera, acabando por perecer junto a su desafortunado dueño. Desafortunado y bastante tonto también, está bien que se diga.

Es precisamente esto lo que el intelecto hace con el ser humano cuando gana supremacía en su vida, cuando es coronado por él y elevado a un trono de soberano que no le cabe, usurpado del espíritu. El dominio irrestricto del intelecto sobre el espíritu, la preponderancia del raciocinio frío sobre la voz de la intuición es, en última instancia, el motor de esa enloquecida corrida del lucro por el lucro. Es la causa principal, la verdadera, de esa competición insana, que jamás redundará en algún progreso y en ningún bienestar general. Muy por el contrario. Se trata de una corrida insensata, disputada entre contendedores insensatos, que apenas hace crecer más los niveles de desempleo, visto que el producto del trabajo nunca será pareo para el lucro proveniente de la especulación, en la óptica miope de la evaluación del raciocinio. Corrida ambiciosa, de máxima insensatez, en donde solo habrá perdedores cruzando la línea de llegada.

Roberto C. P. Junior

  1. Ver artículo “Leyes Universales”. Volver

  2. Ver artículo “El Descalabro Económico de este Final de Siglo”. Volver