Vidas sin Trabajo y Trabajos sin Vida - Parte 2

Vamos a ver ahora lo que está por detrás de la excesiva oferta de mano de obra (considerada como la segunda gran causa de desempleo en el mundo), y analizar cómo debe ser ejecutado un trabajo, en conformidad a las Leyes de la Creación, para que el ser humano actúe como un elemento benéfico y no como un mogote de arena dentro del engranaje que la mueve, el que también tendrá que ser lavado, durante el proceso de limpieza en curso, para no dañar el restante de la Obra.

A primera vista parece que la humanidad sufrió aquí un golpe injusto del destino, pues ¿quién puede culpar a quién o a qué, por la necesidad de mantener a seis billones de almas? ¿A quién cabe la culpa por el número casi inconcebible de habitantes en este planeta? ¿Existiría una culpa por ese desequilibrio tan evidente?…

Naturalmente, existe una culpa. Y por lo tanto, también un culpable. Nuevamente, y como siempre sucede en todas las distorsiones que surgen en la Naturaleza, la culpa cabe a la misma humanidad. Una culpa bien amplia en realidad, mucho más amplia incluso de lo que se puede suponer inicialmente, ultrapasando en mucho sus contornos más exteriores, no tan difíciles de ser reconocidos, como deficiencias de información, políticas gubernamentales equivocadas, falta de educación básica, etc. Es una amplia culpa, de carácter espiritual.

El completo dominio del intelecto sobre el espíritu, desde hace milenios, hizo con que este último se debilitara paulatinamente, en consecuencia del natural endurecimiento progresivo provocado por la falta de movimiento, a que estuvo obligado por su verdugo racionalista. El espíritu debilitado, fue perdiendo así, poco a poco, las conexiones que mantenía con las alturas luminosas, que era su destino final, tornándose cada vez más susceptible a las bajas influencias. A través del flujo continuo de esas influencias negativas, tenebrosas, las pasiones humanas fueron instigadas hasta no poder más, incluido ahí, el instinto sexual, que creció, desmedidamente hasta alcanzar el estado de enfermedad incurable y contagiosa que se ve hoy. Esa situación anómala, aliada a la nefasta suposición secular de que la maternidad es el ideal supremo de la feminidad humana (cuando no lo es), aumentó en mucho los nacimientos terrenos.(1)

Pero, no quedó en eso. La preponderancia de la voluntad mala en el ser humano, decurrente del maniatarse voluntario del espíritu y su consecuente distancia de la Luz, facilitó a las almas que aquí se encarnaban, el sobrecargarse con nuevas culpas, siempre y siempre otra vez. Al contrario de usar la vida terrena como una etapa necesaria para la ascensión del espíritu, un escalón para la ascensión como de hecho lo es, las almas se ataban cada vez más a la materia con sus acciones y convicciones erradas, y con eso quedaban imposibilitadas de ascender. Tenían que volver repetidamente a la Tierra, para una nueva encarnación, en razón de los hilos de culpa que habían adquirido en sus vidas anteriores. A través de ese fenómeno antinatural, no previsto, el planeta se fue llenando más y más, incluso con nacimientos en número cada vez más grande, de almas profundamente decaídas, que ya había sucumbido a todas aquellas influencias tenebrosas y que se encontraban hasta ese momento, en sus bajíos correspondientes. Jamás esas almas podrían haber ascendido hasta esta Tierra y haberla infectado entera, como pasó, si no fuera por el puente solícitamente extendido a ellas, por la siempre creciente voluntad mala del restante de la humanidad. Y así, llegamos a la situación presente de superpoblación global, en que millones y millones están aquí encarnados en condición de miseria extrema, por culpa propia, totalmente excluidos de la posibilidad de obtener su propio sustento.

La humanidad, como un todo hizo mal uso del libre arbitrio. Juzgó ser autosuficiente con sus limitadas capacitaciones cerebrinas y tan solo consiguió recoger desgracia sobre desgracia, como efecto natural e inevitable de su desobediencia voluntaria, conciente, a las Leyes establecidas por la voluntad de su Creador, a Quien ella no conoce más.

Fueron igualmente esos dos mayores enemigos de la humanidad: el dominio irrestricto del intelecto y la concomitante indolencia del espíritu, que cuidaron de eliminar también todos los imperios que ya pasaron por aquí, considerados como eternos en sus respectivas épocas, pero cuyo apogeo nada más era, en el fondo, que una mezcla pútrida de codicia, crueldad, inmoralidad y varias otras excrecencias, encubiertas todas por un barniz de gloria aparente, pintado por la violencia y lustrado por la arrogancia. ¿Acaso alguien supone que ahora, en nuestra época, el proceso será diferente? Vale recordar que las Leyes de la Naturaleza son l as mismas de otrora, que ellas son inmutables y eternas.

Esas Leyes eternas, sin embargo, siempre lo impulsaron todo hacia el desarrollo y el perfeccionamiento. Única y exclusivamente. De ese proceso hace parte también la eliminación automática de todo lo errado e insano, sea en naciones, pueblos, colectividades o en el propio individuo. Por esa razón, aún cuando somos alcanzados dolorosamente por sus efectos, estamos recibiendo bendiciones en realidad. Bendiciones para el espíritu, que es lo que cuenta realmente. Para las personas todavía vivas en sí, aún la dificultad de obtener un empleo puede ser útil, cuando las obliga a encarar la vida terrena y la época actual con la seriedad que le son debidas. Esas personas buenas, sin embargo, pueden estar seguras que tal situación es pasajera, que no quedarán desamparadas si su voluntad es realmente pura, si su esfuerzo por encontrar una salida es incansable y, sobre todo, si su anhelo por mejorar como seres humanos es inamovible. Pues aún en la difícil situación de desempleado cada quien continúa a forjar su propio destino, su futuro, según su manera de ser y de actuar en el presente.

Una vida cómoda es para incontables criaturas, un enorme riesgo a la vivacidad de sus espíritus. La comodidad es para ellas un veneno, porque son demasiado débiles para mantenerse activas en espíritu, en una situación de mayor confort, dejando de buen grado acunarse por ella hasta caer en una somnolencia entorpecedora. Sucede, sin embargo, que la somnolencia espiritual es el primer escalón descendiente rumbo al sueño letal, a la muerte espiritual, lo más terrible que puede sucederle a un ser humano. Por eso, dificultades terrenas de cualquier especie, aún siendo siempre efectos de una actuación anterior contraria a las Leyes de la Creación, son muchas veces dádivas de los cielos, cuando alcanzan a una persona todavía buena en sí, al forzarla a redireccionar su modo equivocado de vivir y a mantenerse en continua vigilancia espiritual y terrena, a través de tan múltiples y fuertes vivencias.

Y más importante todavía que tener una ocupación, es la manera por la que ejercitamos nuestras funciones dentro de ella. Cuántas personas hay, que tienen una renta considerable o que disponen de un buen empleo, de un buen sueldo, y, no obstante, ejecutan sus actividades como mero deber del oficio, mecánicamente, con la mirada y el pensamiento vueltos exclusivamente hacia las horas futuras de ocio, cuando, podrán entonces, verse libres de lo que consideran un fardo inevitable. Son esa gente, eternas insatisfechas, siempre dispuestas a tornar un poco más amarga la vida de sus semejantes y la suya propia.

Con este modo de actuar, se excluyen enteramente de las bendiciones proporcionadas por el trabajo. Alijan de sí, la alegría de ejecutar sus actividades con rapidez y dedicación, poco importando de qué se trate. Rechazan la satisfacción simple – pero indescriptible en su plenitud – de contemplar con regocijo un trabajo bien hecho. El suyo propio. Si no pueden siempre “hacer lo que les gusta”, entonces “no se sienten realizadas”, conforme les enseñan no pocos manuales de auto ayuda, verdaderas plagas escritas contra la felicidad. Sí, porque el verdadero lucro proveniente de un trabajo, bien hecho, como de todo lo demás, son las vivencias proporcionadas al espíritu humano durante su realización, pues únicamente éstas, lo hacen madurar y ascender. La remuneración por el trabajo ejecutado, sólo es provechosa a una persona, aquí en la Tierra, pero las vivencias adquiridas durante su consecución, las lleva consigo para el otro lado, como un sustrato legítimo de su existencia, como verdadero tesoro de su alma.

Si las personas encararan sus actividades profesionales, cualesquiera sean, como oportunidades preciosas de crecer como seres humanos, concientes de estar contribuyendo para el perfeccionamiento del mundo y el suyo propio, al ejecutarlas con dedicación, entonces la insatisfacción injustificada desaparecería pronto, como por encanto. La insatisfacción por el trabajo debe ser acreditada también a las reflexiones que nos toman de asalto, ya que el intelecto sólo consigue elegir como blanco máximo, cosas pequeñas, realmente ínfimas, como alegrías y placeres pasajeros. Lo que no se encuadra ahí, lo clasifica en seguida de indeseable e inútil. Y lo descarta. Nunca llegará a comprender, por si mismo, que el verdadero valor de un trabajo está en la forma como es ejecutado.

La satisfacción obtenida por el trabajo ejecutado con presteza, completa el espíritu humano, hace con que se sienta, con todo derecho, una pieza realmente útil y necesaria en el engranaje que mueve a la Creación. Su trabajo pasa entonces a tener vida, a tornase realmente vivo, espiritualizado, una fuente de alegría constante para él y su ambiente. Una alegría genuina, perenne, que se constituye en la más bella oración, en el agradecimiento más grande que él puede ofrecer a su Creador, por la gracia inconmensurable de poder existir.

Roberto C. P. Junior

1. Ver artículo “Las Heridas del Falso Amor”. Volver