Las Llamas que Consumen al Mundo

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Para quien cultiva el destemido hábito de acompañar con atención los acontecimientos mundiales, debe haberle causado espanto, observar la lista de títulos superpuestos con que el año 2001 fue y continúa siendo, laureado. Este fue el “año que entró para la historia”, el “año tragedia”, el “año que marcó el inicio del siglo XXI”, el “año sangriento”, entre otros epítetos igualmente superlativos.

El espanto no se suscita exactamente por los acontecimientos, sin duda trágicos, que marcaron el fatídico, semi-apocalíptico año de 2001, y que estremecieron tantos corazones y mentes en todo el mundo. Lo que, seguramente, dejó espantado a cualquier observador atento, fue constatar que esas clasificaciones sólo se hicieron ahora, en que la nación americana fue tan duramente golpeada por el terrorismo y arrastrada a un imbróglio político-religioso-militar de consecuencias francamente inimaginables, o, mejor, que no queremos imaginar. De hecho, todo indica que el retaliación de Tío Sam, no se limitará a desarmar una red terrorista, y sí que se volverá contra el recién elegido “Eje del Mal”, o entonces contra otros Ejes de ese mismo naipe, que de tiempo en vez, insisten en levantarse en contra de los idolatrados valores democráticos. Sí, es incuestionable: el año de 2001 fue realmente un “año tragedia”.

Sucede que el año de 2000 también fue trágico. Estuvo marcado por guerras fraticidas que diezmaron millares y millares de personas en todo el mundo; registró el más inquietante avance del SIDA, de todos los tiempos, en su siniestra tarea de barrer de sus habitantes a naciones africanas; vio países convulsionados por catástrofes climáticas sin precedentes; constató el aumento avasallador de las enfermedades dichas, siquiátricas, como la depresión y el síndrome de pánico, que cuidaron de dilacerar sin piedad innumerables almas angustiadas; observó, impotente, el metódico crecimiento del hambre, de la miseria y de la desesperanza en el planeta, así como la feroz irrupción de enfermedades que se juzgaban extintas hace mucho, o, al menos, razonablemente controladas.

El año de 2000 fue, por lo tanto, bastante trágico. Así como lo fueron a su modo, los años de 1999, 1998 y 1997. En verdad, toda la década de 90 fue trágica. Y si hacemos un retrospecto riguroso, verificaremos que la década de 80 fue igualmente marcada por tragedias sin precedentes hasta entonces. Lo mismo con la década de 70…

El rol de las tragedias humanas no dio hasta ahora, ninguna señal de agotamiento, al contrario, éstas apenas cambiaron de nivel, recrudeciendo en cantidad e intensidad a lo largo de las últimas décadas. Quienes hasta hace poco defendían alegremente el ingenuo concepto del “fin de la historia” (indisfrazable exteriorización de un anhelo íntimo), ya deben estar bastante decepcionados, a esta altura de los acontecimientos. Al contrario de lo que imaginaban, el patético cierre de una de las grandes tragedias contemporáneas, el comunismo, no marcó el “final de la historia humana”, pero sí, el inminente “fin de la historia de la humanidad”. Una diferencia nada sutil, que no se restringe a una mera cuestión de semántica. Pues no es la historia que va a terminar, y sí la propia humanidad, esta humanidad actual, es la que está con sus días contados.

2001 “entró para la historia” porque, esta vez, una de las innumeras tragedias que vienen asolando diariamente al mundo desde hace décadas, se abatió sobre el corazón de la patria americana, y no en el patio de sus vecinos africanos o asiáticos. Si otra tragedia de grandes proporciones cayera sobre alguno de los países de la comunidad europea, entonces, el respectivo año en curso seguramente también “entraría para la historia”, al lado del pionero 2001. Para los medios, los gobiernos y los pueblos, lo que parece dictar la dimensión de una tragedia es, básicamente el local donde ocurre, y no su magnitud.

No obstante, los años que tenemos por delante también entrarán para la historia, en la concepción primeromundista. Conseguirán para sí mismos, ese dudoso estatus al retribuir a la humanidad entera, un sufrimiento cada vez mayor, creciente, año tras año, el que ya no podrá ser escamoteado por nadie. Un sufrimiento colectivo que viene en aumento, imperturbablemente, desde hace décadas, como efecto recíproco de la conducta equivocada del ser humano a lo largo de milenios, de su acción diametralmente opuesta a la preconizada por las Leyes que rigen la Creación. Un sufrimiento atroz, justo, cada vez más intenso, que tal como una trompeta del Juicio Final, todavía intenta despertar a una parte de la humanidad de su profundo sueño espiritual. Porque apenas un ser humano despierto espiritualmente puede transponer concientemente las puertas de la Justicia divina.

Desde el punto de vista de las Leyes Naturales, el ser humano es apenas una criatura que no funcionó, o mejor diciendo, que no quiso funcionar, ya que siempre dispuso de libre arbitrio y de auxilios casi indescriptibles para trillar el camino verdadero. La criatura humana, sin embargo, rechazó invariablemente todos los auxilios y prosiguió ciegamente en su desarrollo equivocado. De ese modo, aparece hoy delante de la naturaleza, como una especie nociva, que por esa razón necesita ser exterminada, para que la Creación, como un todo, no sufra permanentemente.

Se trata de un proceso de limpieza en ámbito planetario. Es como si el mundo entero estuviera siendo consumido por un incendio descomunal, depurativo, que se arrastra por todas partes de modo devastador, consumiendo impiedosamente todo el mal por medio de llamas trágicas. Llamas en forma de tragedias. Y las lenguas de fuego de ese incendio gigantesco, son continuamente reavivadas por el vendaval del remaneciente mal querer humano. Así, es la propia humanidad que fuerza su inevitable destrucción. El fuego quema y destruye el propio mal que lo generó y que todavía lo nutre. Son, por lo tanto, llamas purificadoras, y nada ni nadie será capaz de apagarlas. Solamente se extinguirán cuando todo el mal haya sido erradicado de la Tierra, donde sea que se haya anidado: en la política, en la religión, en la economía, en los pueblos, en las comunidades, en las familias y en el ser humano individualmente.

Solamente cuando todo el mal haya sido completamente calcinado, la verdadera paz podrá emerger finalmente, sin riesgo de ser nuevamente dilapidada por una criatura desviada. Será entonces la época de la aurora del tan ansiado Reino de Paz de Mil Años… Hasta entonces, mucha obra humana todavía deberá ser reducida a cenizas.

Cuando ese inconscientemente anhelado Reino del Milenio esté implantado, la Tierra estará parcamente habitada. Se constituirá en habitación únicamente para aquellas personas que, voluntariamente y en el tiempo cierto, se dieron al trabajo de purificar su querer, sus pensamientos y sus acciones, de modo a poder soportar las llamas purificadoras del Juicio Final. Quien sobreviva, verá.

Roberto C. P. Junior