El Clonaje Ético

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A pesar de que el ser humano actual no necesita de ningún incentivo especial para mantener su orgullo gravitando en alturas orbitales, la ciencia moderna no para de suplirlo con novedades que nutren continuamente su pretensión, ilusoria, de ser “señor de la Creación”.

El llamado clonaje humano, se tornó una fuente inagotable de noticias de ese tipo. Hablen bien o mal, pero hablen, el estratosférico orgullo humano siempre irrumpe de los innúmeros artículos que abordan el asunto, evidenciado en las entrelíneas, y también en las líneas, invariablemente salpicadas de abundantes signos de exclamación. Y así es, que muchos, pasan a creer realmente, que el ser humano es de hecho, el señor de la Creación, y con un pequeño esfuerzo, ya prácticamente igual al Creador. Prácticamente , bien entendido, pues es siempre conveniente conservar una cierta humildad aparente…

“¡El clonaje humano es moralmente inaceptable!”, reverberan en unísona indignación (quién lo diría) el papa y el presidente americano. “¡Nadie va a obstruir el progreso humano!”, amenaza en pie de igualdad, un médico casi monstruo italiano, secundado por un sinnúmero de irados adoradores de la ciencia. “¡Ya producimos embriones humanos clonados desde hace décadas!”, asustan al mundo, impasibles científicos chinos, escondiendo una sonrisa apenas racialmente amarilla, delante del enorme atraso de sus colegas occidentales.

Orgullo, orgullo por todas partes en ese debate estéril, en ese embate histérico sobre el clonaje humano. Aún los que lo combaten no están libres de ello, porque también creen que, si quiere, el ser humano hodierno puede realmente tomar a sí las actividades del Creador de los Mundos.

Centenas de fetos mal formados son necesarios para conseguir un único animal clonado, aparentemente sano. ¿Será de esa performance que los científicos se enorgullecen? ¿Del gasto de millares de horas y de dólares para producir natimuertos en serie? ¿Se sienten, tal vez, poderosos en desempeñar el papel de serial killer prenatal? ¿Y que será que un eventual clon humano adulto pensaría de eso? ¿Será que se enorgullecería de su nacimiento fraticida? ¿Se enternecería al saber que un gélido tubo de ensayo de laboratorio, desempeñó el papel del tradicional padre nervioso en la maternidad?…

Es el caso de intentar conocer los pretensos beneficios esperados, de la investigación sobre clonaje humano. Para tanto, tenemos de bajar hasta las profundidades abismales de la más crasa vanidad y pretensiones de esta humanidad.

En el escalón más hondo de la degeneración clónica, en la pre historia de la máxima involución del Homo ex-sapiens, encontramos una feroz turba de académicos neandertalescos, empeñada en desarrollar clones humanos con el único objetivo de abastecer órganos para transplantes.(1) Las simiescas lumbreras, volcadas sobre este proyecto insano, idolatrado como un tótem, gruñen que clones no tienen alma, y por consiguiente, no son propiamente seres humanos. En esa asertiva, hay sin embargo, una sutil falla de interpretación. Pues solamente quien hace mucho tiempo se derrumbó del estadio de ser humano, trayendo dentro suyo, apenas un alma corrompida como núcleo, podría hacer tal afirmación. Esa actitud apenas comprueba que los desprovistos de alma verdadera son ellos mismos. Los que no son más seres humanos son ellos mismos. Realmente, no vale la pena el esfuerzo de buscar adjetivos adecuados para calificar a esas ex-personas.

En el escalón inmediatamente superior, divisamos a los criogénicos, una gente aparentemente seria, pero de cabeza hueca. Son los que mandan congelar muestras de su cuerpo después de la muerte, preferentemente la cabeza, con la tonta esperanza de ser resucitados en el futuro, a través de alguna técnica de clonaje. Creen que volverán a vivir en el futuro, con el mismo cuerpo de ahora, naturalmente, en la divertida compañía de mamuts y pterodáctilos, que seguramente, también volverán a la vida, por el mismo y simple método. ¿Qué decir de esa gente? Por más limitadas que tales personas se hayan tornado, en su ceguera intelectiva, por más claudicante que se muestre el tosco bastón del materialismo en el que todavía se apoyan, es realmente difícil evaluar con claridad una conducta de ese tipo. Se trata de una especie de amalgama de estupidez con ridículo, rellena de vanidad. Dejemos ese escalón en donde no hay nada más para ver, a no ser la más completa ignorancia espiritual.

El siguiente escalón muestra un ambiente festivo, alegre, en donde la venida de clones humanos es aguardada con incontenida ansiedad y tierna esperanza. Son los hedonistas y los perezosos, que desean clones humanos para ejecutar algunas tareas indignas de seres evolucionados, como: trabajar, estudiar, calcular impuestos, pagar multas, etc. Un admirable mundo nuevo, en donde los clones serían una especie de robots con alma, semi esclavos muy atentos y alegres. Ese grupo desea tiempo libre para “desarrollar la creatividad” y disfrutar la vida en el dulce ocio… Los clones que cuiden del resto, pues ya deben darse por muy satisfechos de haber llegado a la vida, justamente debido a la creatividad humana… Fantasía mórbida sería un calificativo bastante atenuado para semejante estupidez. Pero, también aquí vamos a abstenernos de comentarios más profundos, y esas personas tan creativas, seguramente van a preferirlo así.

Subiendo un poco más, en busca de algún vislumbre de ética junto a los defensores del clonaje humano, nos encontramos con un grupo de investigadores muy atareados. Son los que quieren utilizar células tronco para reproducir órganos sanos. Afirman que, si se utilizan células tronco de un embrión clonado del paciente, estaría de antemano solucionado el problema del rechazo, ya que recibiría un órgano nuevo formado de su propio material genético.

Antes de poder rechazar esa idea, nuestra atención se ve atraida para una región más elevada de ese mismo plano. En este local más alto, trabaja un ala disidente, comprensiblemente molesta con la perspectiva de producir embriones apenas con ese tétrico objetivo, para en seguida descartarlos como inútiles auxiliares humanoides. Esos disidentes planean utilizar células tronco extraidas de la médula ósea del propio paciente y, a partir de ahí, intentar desarrollar un órgano sano para efectuar el transplante.

Hay aquí dos cuestiones. La primera es saber si las células tronco realmente se prestan a asumir las funciones de cualquier tejido humano, de músculos a nervios. Todavía hay mucha controversia a ese respecto. Estudios recientes han echado un balde agua, un tanto helada, sobre ese entusiasmo aparentemente sin mucho fundamento. La segunda cuestión es saber si este es el camino correcto para obtener la cura real de enfermedades crónicas. Como siempre, los investigadores sólo consiguen divisar lo meramente terrenal delante suyo, incapaces que son de reconocer las causas anímicas de innumerables enfermedades degenerativas, incluso el cáncer. Naturalmente muchas otras enfermedades tienen su origen en modos nocivos de vida, como la mala alimentación y hábitos perniciosos, figurando en primera línea, el vicio de fumar. El problema es que, aunque se muestren viables, las células tronco desarrolladas nunca podrán actuar en la causa misma, de una o de otra, jamás podrán curar males del alma ni modificar hábitos de vida equivocados. En ambos casos, la llave para una cura efectiva de las enfermedades está en el movimiento ascendente del espíritu humano, lo que requiere voluntad seria y perseverancia, cualidades escasas en los días de hoy.

En el flanco místico de ese escalón tan agitado, esto es, en el lado opuesto de donde actúan los dos cuadros de investigadores celulares mencionados, encontramos confabulando animadamente, a un grupo más de personas bienintencionadas. Bienintencionadas y algo excéntricas. Los miembros de ese grupo quieren nada más nada menos, que conseguir una muestra de la sangre de Jesús impregnado en la cruz y tomar providencias para su clonación. Sería esa entonces, la llamada “segunda venida de Cristo”, ansiosamente esperada por tantos fieles, y que se realizaría de una forma un tanto bizarra, a través de la inesperada y providencial ayuda de la ciencia moderna.

Es imposible no aludir aquí nuevamente al orgullo humano, esta vez presente en un grado máximo, rozando el infinito. Vamos a darnos al trabajo de intentar analizar esa idea. En la hipótesis, de antemano absurda, de encontrar una muestra de la sangre de Jesús, y en la suposición de que esa muestra de dos mil años ofreciera una célula pasible de ser clonada, y en la ilusión de que ese clon se transformara en un embrión humano, y aún creyendo que ese embrión se desarrollara sin problemas, en algún vientre elegido y diera origen a un niño normal, y admitiendo por fin, que ese niño se transformara en un adulto, ni siquiera así, Jesús estaría de vuelta.

Lo que habría retornado a la Tierra, a través de la reencarnación habría sido un espíritu humano común, encarnado en un cuerpo terreno, desarrollado en una gestación nada milagrosa. Como siempre lo fueron, lo son y lo serán todas las gestaciones humanas: eventos absolutamente regulares, en estricto acuerdo con las leyes de la naturaleza. El alma que se habría encarnado en ese cuerpo terreno clonado – que presentaría los rasgos terrenos de Jesús – sería un alma común, probablemente sobrecargada de carma y culpa como la mayoría de nosotros, pobres seres humanos. Este hombre podría abrazar las más diversas filosofías de vida, cuando adulto, sin poder ser contestado por la legión de fariseos del siglo XXI. Podría ser judío, musulmán, budista, hinduista o hasta agnóstico. Podría incluso ser cristiano. Podría ser cualquier cosa en este mundo, todo, menos Jesús.

Hace dos mil años Jesús Cristo, el Hijo de Dios, bajó de las alturas máximas y encarnó en un cuerpo humano terreno, para traer a la Tierra su Palabra salvadora. Tan solo ésta es capaz de salvar a alguien, y esto, solamente cuando la respectiva persona se empeñe en vivir realmente según esa Palabra, con todas las fibras de su ser, esto es, en todo su querer, pensar, hablar y actuar. Todo lo demás es ilusión desmedida, fruto de devaneos teológicos de pretensos intérpretes autorizados de las Escrituras, que no hacen más, que fomentar la indolencia espiritual con sus dogmas.

Podemos, sí, debemos también, efectuar el clonaje de la legítima Palabra de Jesús en nuestras vidas. Debemos vivir de tal modo, que nos tornemos verdaderos clones de esa Palabra. Este es el único clonaje capaz de traer beneficios a la humanidad, el único clonaje ético.

Roberto C. P. Junior

1. Sobre el crimen de los transplantes de órganos, ver mi artículo “Por Detrás de los Transplantes” (en dos partes). Volver